Comentario
CAPÍTULO XII
Del gobierno de los reyes ingas del Pirú
Muerto el Inga que reinaba en el Pirú, sucedía su hijo legítimo, y tenían por tal el que había nacido de la mujer principal del inga, a la cual llamaban Coya; y ésta, desde uno que se llamó Inga Yupangui, era hermana suya, porque los reyes tenían por punto casarse con sus hermanas, y aunque tenían otras mujeres o mancebas, la sucesión en el reino era del hijo de la Coya. Verdad es que cuando el rey tenía hermano legítimo, antes de suceder el hijo, sucedía el hermano, y tras éste, el sobrino de éste e hijo del primero, y la misma orden de sucesión guardaban los curacas y señores en las haciendas y cargos. Hacíanse con el defunto infinitas ceremonias y exequias a su modo excesivas. Guardaban una grandeza que lo es grande, y es que ningún rey que entraba a reinar de nuevo, heredaba cosa alguna de la vajilla y tesoros, y haciendas del antecesor, sino que había de poner casa de nuevo y juntar plata y oro, y todo lo demás de por sí, sin llegar a lo del defunto; lo cual todo se dedicaba para su adoratorio o guaca, y para gastos y renta de la familia que dejaba, la cual con su sucesión toda se ocupaba perpetuamente en los sacrificios, y ceremonias y culto del rey muerto, porque luego lo tenían por dios, y había sus sacrificios, y estatuas y lo demás. Por este orden era inmenso el tesoro que en el Pirú había, procurando cada uno de los Ingas, aventajar su casa y tesoro al de sus antecesores. La insignia con que tomaban la posesión del reino, era una borla colorada de lana finísima, más que de seda, la cual le colgaba en medio de la frente, y sólo el inga la podía traer, porque era como la corona o diadema real. Al lado, colgada hacia la oreja, sí podían traer borlas y la traían otros señores; pero en medio de la frente sólo el Inga, como está dicho. En tomando la borla, luego se hacían fiestas muy solemnes y gran multitud de sacrificios, con gran cuantidad de vasos de oro, y plata, y muchas ovejuelas pequeñas hechas de lo mismo, y gran suma de ropa de cumbi, muy bien obrada, grande y pequeña, y muchas conchas de la mar de todas maneras, y muchas plumas ricas, y mil carneros que habían de ser de diferentes colores, y de todo esto se hacía sacrificio. Y el sumo sacerdote tomaba un niño de hasta seis u ocho años, en las manos, y a la estatua del Viracocha, decía juntamente con los demás ministros: "Señor, esto te ofrecemos, porque nos tengas en quietud y nos ayudes en nuestras guerras, y conserves a nuestro señor el Inga en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento, y le des mucho saber para que nos gobierne". A esta ceremonia o jura se hallaban de todo el reino y de parte de todas las guacas y santuarios que tenían. Y sin duda era grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Ingas, sin que se halle jamás haberles hecho ninguno de los suyos, traición, porque en su gobierno procedían no sólo con gran poder, sino también con mucha rectitud y justicia, no consintiendo que nadie fuese agraviado. Ponía el Inga sus gobernadores por diversas provincias, y había unos supremos e inmediatos a él; otros más moderados, y otros particulares, con extraña subordinación, en tanto grado, que ni emborracharse ni tomar una mazorca de maíz de su vecino, se atrevían. Tenían por máxima estos Ingas, que convenía traer siempre ocupados a los indios, y así vemos hoy día, calzadas y caminos, y obras de inmenso trabajo, que dicen era por ejercitar a los indios, procurando no estuviesen ociosos. Cuando conquistaba de nuevo una provincia, era su aviso luego pasar lo principal de los naturales a otras provincias o a su corte; y éstos hoy día los llaman en el Pirú, mitimas, y en lugar de éstos, plantaba de los de su nación del Cuzco, especialmente los orejones, que eran como caballeros de linaje antiguo. El castigo por los delitos era riguroso. Así concuerdan los que alcanzaron algo de esto, que mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más acertado.